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Huevos de Pascua: no todo es lo que parece

Una tradición que no siempre sorprende gratamente 

Nadie recuerda cuánto costaba el año pasado una Rosca de Pascua. Es conocido como un elemento tradicional de la mesa, pero por su carácter más casero -la puede haber hecho alguna tía o abuela con habilidades pasteleras, o se la puede haber comprado en la panadería del barrio sin invertir mucho más que lo que cuesta una docena de facturas- resulta difícil cuantificarla. Nunca faltan, por supuesto, las roscas "de masa hojaldrada a base de manteca, con un original relleno de pasta de almendras y crema pastelera, y decorada con glasé, quinotos y nueces mariposa"; pero eso no es una rosca, salvo que se viva en Palermo o que las empanadas servidas en frasco parezcan una buena idea. Esa rosca -que extrañamente aún no rebautizan como "rueda pascual" o "aro de la resurrección"- puede comprarse por $425. Un escándalo. El huevo de pascuas, en cambio, resulta ser el elemento ideal para numerizar el consumo en esta celebración del cristianismo. Según un relevamiento difundido por la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), el aumento de precios en comparación con 2016 fue del 45 por ciento. Lo que no queda claro es si utilizan el precio inicial (el de los impacientes que compraron sus huevos hace diez días), el de la primera rebaja (del fin de semana pasado, con un 35 por ciento de descuento), o el del remate, que comenzará desde la mañana de este domingo hasta agotar el stock. Será un 2x1 que terminará en revoleo. La conclusión siempre es una: los precios están infladísimos. 

Se pueden comprar huevos individuales o para compartir; para regalar con ganas o sólo para quedar bien y cumplir con ese familiar al que no se ve muy seguido. O se puede comprar uno de los gigantes -de los que antes se rifaban en el comercio amigo del barrio- y ser el héroe del domingo. Claro que ser héroe tiene su precio. No lo dice Bruce Wayne, sino los $3700 que puede costar uno de 2,25kg. Hay, sin embargo, algo de desencanto en la Pascua. Llega después del asado, las pastas, la milanesa o lo que sea que se haya almorzado. Es cuando se corta la cinta del paquete y queda inaugurada la tristeza de ver el verdadero tamaño de lo que se compró. Esa corona de papel celofán y ese vasito plástico que mantiene al huevo de pie no hacen más que generar ilusiones de un huevo que nunca será. Después de la ruptura llega el llanto, que no tiene que ver con el espesor del chocolate (¿dos milímetros? ¿Tres?) y que no sería tal si los chocolatines Jack no hubieran puesto la vara tan alta. Aún en aquellos huevos que se pavonean con sus regalos en cápsulas, la sorpresa -que se supone está incluida en el precio- pocas veces cumple las expectativas. El dinosaurio, el soldadito, el rompecabezas de cuatro piezas o el ganchito para el pelo no divierten ni sorprenden. Así es como grandes y chicos deben conformarse con los confites. Los huevos a veces dejan un sabor amargo. 


 
 
 

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